Si eres de los que anda rondando o ya pasaste la barrera de los 30, seguramente recordarás una serie de dibujos animados japoneses llamada "Grand Prix", donde el personaje principal era el piloto de carreras Tony Bronson, y que corría por la escudería Mackenzie Motors. En la serie, Tony Bronson participaba en casi todas las carreras posibles, ya fuera de Fórmula 1, o de Rally, compitiendo con pilotos de la talla de Niki Lauda. Y en todos los capítulos estrenaba auto nuevo. Y cada auto tenía los accesorios más increíbles, (¡cómo no recordar el auto de 8 neumáticos!) todo con un único objetivo: cruzar la meta en primer lugar.
Sin embargo, el señor Bronson cargaba con un karma: nunca ganaba una carrera. Pero no porque fuera un mal piloto, sino porque siempre pasaba algo: le fallaba el auto; chocaba; se quedaba sin gasolina; se le moría el amigo, etc. Siempre había algo que impedía que Tony Bronson llegara en primer lugar.
Pero él siempre se concentraba en el entrenamiento y nunca perdía la esperanza.
Sin embargo, una vez ganó. Y ese episodio quedó grabado en mi memoria, hasta el día de hoy, por su profundo significado.
Se corría un Rally, y la meta estaba cruzando el desierto, algo así como un "París-Dakar". El asunto es que, luego de muchos inconvenientes y penurias (era que no), Tony Bronson, a bordo de su bólido, estaba a punto de cruzar la meta. El equipo que lo acompañaba, estaban chatos, pero felices porque por fin ganarían su primera carrera, y armaban tremedo escándalo dentro del auto, de pura felicidad.
La meta estaba cada vez más cerca, y Tony Bronson comenzó a acelerar. A medida que la meta se acercaba, él aceleraba más y más.
Cuando estaban a un paso de cruzar la meta, sus compañeros le dicen que disminuya la velocidad, que ya había ganado, y que no era necesario ir tan rápido.
Pero Tony Bronson no escuchaba. En ese momento miraron su rostro, y se dieron cuenta que su expresión había cambiado. Y su vista estaba fija en el horizonte.
Tony Bronson ganó esa carrera. Su primera carrera. Pero no se detuvo al cruzar la meta. Siguió conduciendo, con el pie clavado al acelerador. Sus ojos brillaban. Sus compañeros lo miraban atónitos, pero no dijeron nada.
Los demás pilotos comenzaron a llegar a la meta y se detenían. Pero el auto de Tony Bronson seguía avanzando, a toda velocidad, hacia el rojo sol del atardecer... perdiéndose en el horizonte.
Fue en ese momento que entendí el mensaje: el objetivo final no era ganar; de hecho nunca importó ganar, sino que lo que realmente importaba era el hecho de CORRER; en convertirse en uno con su máquina. Él vivía para correr, había dedicado su vida a hacerlo. Y al atravesar la meta sin detenerse, dejaba en claro que seguiría haciéndolo hasta morir... porque ese fue siempre su propósito en la vida.
Había encontrado su realización. Su esencia.
Este episodio me marcó profundamente. Aún puedo recordar los momentos finales y la expresión en el rostro de Tony Bronson, cuando no se detuvo y continuó acelerando, aunque ya había ganado. Fue un acontecimiento de esos que te ponen los pelos de punta.
Ahora, cuando ya han pasado varios años desde aquél momento, hago la relación de ése capítulo con el sentimiento que experimentan los deportistas cuando se expresan por medio de su disciplina. Se sacrifican y se someten a los más diversos sistemas de entrenamiento, con el objetivo de llegar en primer lugar. Pero pasado un tiempo, se vuelve una forma de vida. Y ganen o pierdan, siempre entregarán el máximo de sí mismos... porque con el deporte se sienten realizados. El deporte, en sí mismo, es el objetivo.
En él encuentran su verdadera esencia.